Los agentes electrificadores y los ladrones de luz de la ciudad de México
Read in English
La suerte de Tomás Sánchez dio un giro inesperado una mañana de 1908. Sánchez era dueño del molino San Antonio, ubicado sobre la calle Pueblita en la Ciudad de México. Alfonso Gómez, inspector de Mexlight, la empresa Mexicana de Luz y Fuerza, de propiedad canadiense, llegó al molino sin previo aviso y notó que le faltaba un fusible al medidor eléctrico y por ende no estaba funcionando. Para el inspector, esto indicaba que alguien se estaba robando la electricidad. Al ser acusado de robo eléctrico, Sánchez ofreció una explicación: su amigo Manuel Aviera había comprado varios sacos de maíz, pero no tenía espacio para almacenarlos, así que le preguntó a Sánchez si podría guardarlos en el molino. Sánchez le ofreció el cuarto donde operaba el motor del molino, ahí había espacio para apilar los sacos. Sin embargo, tres días antes de la visita de Gómez, un carretero fue a recoger los sacos y al bajar uno de estos golpeó accidentalmente el medidor, tirando el fusible al piso. No convencido con el relato, el inspector Gómez presentó una denuncia contra Sánchez, quien fue recluido a la cárcel de Belem.
Los historiadores al investigar la llegada de la electricidad no suelen contar relatos como el de Sánchez y Gómez. Comúnmente las tecnologías aparecen como “cajas negras” en el discurso popular o, como lo plantea el historiador de tecnología Thomas Misa,“entidades inalterables que irresistiblemente transforman a la sociedad y a la cultura”. Los grandes ausentes de estas narrativas son las personas que utilizaron dichas tecnologías y las ambiciones que informaban sus acciones; y cómo dichas ambiciones y sueños se convirtieron en realidad.
Cuando los académicos hablan sobre individuos y la electrificación, suelen hablar de los “grandes hombres” o de las empresas detrás de dicho proceso. De hecho, en el 2008, inicié mi investigación sobre la electrificación de la capital de México con el archivo de Mexlight, la empresa que empezó a monopolizar el servicio eléctrico en la ciudad a partir de 1905. Sin embargo, en el 2009, el gobierno federal despidió a miles de trabajadores afiliados al Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), cerrando a su vez el archivo de la empresa indefinidamente. Esto cambió mi agenda de investigación, lo que resultó ser una bendición. Si me hubiera concentrado en los documentos de la empresa, mi investigación habría sido bastante sencilla, y al final habría escrito un libro muy diferente, y probablemente aburrido.
Una vez en el Archivo General de la Nación (AGN), al que acudí después de que los archivos de Mexlight se volvieron inaccesibles, me topé con el caso de Sánchez y Gómez, una historia narrada a lo largo de más de 100 páginas. El caso plasmaba una historia detallada de cómo se entendía, administraba, vigilaba y robaba la electricidad. Intrigada con el caso, me dispuse a rastrear otros acusados de robo de energía eléctrica a principios del siglo XX. Durante la siguiente semana, mi cámara llegó a sobrecalentarse al capturar miles de imágenes de expedientes judiciales que, en conjunto, detallaban el drama de una sociedad en plena transición energética. Estos expedientes se convirtieron en una ventana a la experiencia cotidiana de cómo se vivía el proceso de electrificación, una perspectiva que nos permite ver a individuos como Sánchez, que tenían sus propias preocupaciones, ambiciones, necesidades y deseos, las cuales diferían de aquellas de los proveedores de energía. Estas personas imaginaron cómo la electricidad podría transformar a la nación y sus industrias, incluyendo sus barrios y, sobre todo, sus propias posibilidades.
Sánchez era sólo un nombre dentro de una lista creciente de ladrones de luz que desafiaban las reglas de Mexlight sobre el acceso a la energía eléctrica. Entre 1901 y 1918 se presentaron 63 casos en contra de individuos acusados de robo eléctrico, quienes fueron juzgados ante el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. La historia de los ladrones ilustra cómo aparatos eléctricos se integraron a la vida cotidiana.
Los historiadores de la tecnología siguen sin incorporar adecuadamente al crimen dentro de sus análisis sobre los cambios tecnológicos. A la pregunta de qué podemos aprender del crimen, yo digo: ¡mucho! Los historiadores de la vida cotidiana han enfatizado la importancia de observar las sutilezas de los asuntos ordinarios para apreciar las normas que rigen el comportamiento cotidiano. La detención y el subsecuente juicio de los habitantes de la Ciudad de México sospechosos de robo de energía eléctrica nos permiten vislumbrar las complejidades de la electrificación de la capital o, como señala el historiador del México moderno Pablo Piccato, ayudan a “reconstruir la textura del crimen tal y como lo vivían en el día a día quienes constituían la mayoría de los delincuentes y las víctimas”.
La visita del inspector Gómez al molino San Antonio en 1908 era parte de los esfuerzos de Mexlight por vigilar la electricidad. Un año antes, la empresa había establecido un departamento compuesto por 35 inspectores, que al igual que Gómez, se dedicaban a detectar el uso ilegal y efectuaban visitas sorpresa a sitios comerciales, industriales y casas residenciales en busca de medidores manipulados, reconexiones no autorizadas o conexiones ilegales a las líneas eléctricas. Los inspectores caminaban por las calles de toda la ciudad con los ojos fijos en las líneas aéreas en busca de señales de robo.
Una luz eléctrica radiante donde ninguna debía brillar
La Ciudad de México recibió al siglo XX con los elementos de la vida moderna urbana. La estabilidad política, las cuantiosas inversiones extranjeras y la consolidación de una economía basada en la exportación y la industria ligera evidenciaron el mantra de “orden y progreso” del presidente Porfirio Díaz. Como joya del proceso de modernización de su administración, la capital se sometió a numerosos proyectos de saneamiento y embellecimiento ante el rápido crecimiento poblacional (la cual llegó a medio millón entre 1880 y 1910) y una etapa temprana de industrialización. La electrificación fue una parte esencial de dicho impulso de modernización.
Al leer detenidamente los expedientes judiciales que revelan las infracciones y la resistencia de los usuarios de la electricidad, pude ver cómo este impulso de modernización fue rebatido, cuadra por cuadra y casa por casa, a lo largo de toda la ciudad. Por un lado, había una expectativa dictada por la empresa en cuanto a la forma en que los individuos debían asegurar, utilizar y registrar su consumo de energía eléctrica. A través de un contrato de suscripción que dictaminaba quién tenía acceso a la electricidad y quién fijaba las tarifas, compañías eléctricas como Mexlight establecían los parámetros de lo que llegué a denominar como un “guión eléctrico”. No obstante, en la práctica, las compañías tenían poco control sobre lo que ocurría dentro de los muros de las casas, los comercios y las fábricas. En esos espacios, los usuarios autorizados y no autorizados, tal como consta en los expedientes judiciales, desafiaban y subvertían activamente el guión de la empresa. Las empresas no tardaron en darse cuenta de que sus guiones no eran decretos definitivos, como ellos pretendían, sino una especie de primer borrador, sujeto a revisión por parte de los capitalinos.
La negociación de este guión revela que el trabajo del inspector Gómez no era fácil, y que los robos podían pasar desapercibidos durante días, meses e incluso años. Un simple robo de electricidad a través de una conexión ilegal a una línea eléctrica—a menudo un enganche asombrosamente rudimentario y burdo—podía rápidamente llamar la atención de un inspector. Sin embargo, las reconexiones no autorizadas y la manipulación de los medidores resultaban más difíciles de detectar, sobre todo esta última, ya que los individuos podían pasar sin problemas de un uso permitido de la electricidad a un uso indebido. El control del consumo exigía diligencia, eficacia y vigilancia constante. A menudo, el único aliado de los inspectores al recorrer las calles de la ciudad era la oscuridad de la noche; una luz eléctrica radiante donde no debía brillar ninguna era una señal segura de robo.
Una noche de septiembre de 1915, un inspector detectó una luz eléctrica en la casa de Enriqueta Ruiz, quien no tenía contrato de servicio. Al tocar la puerta de Ruiz, una empleada doméstica lo recibió, pero le negó la entrada al inspector, alegando que su empleadora estaba enferma. Al alejarse, el inspector observó como la luz de una vela reemplazaba el foco eléctrico que había sido apagado.
Una ronda nocturna también confirmó las sospechas que el inspector Manuel Rodríguez tenía sobre la casa del ciudadano alemán Federico Jah. Durante el día, Rodríguez observó que, en el pasillo de la residencia de Jah, había cables expuestos que podrían conectarse fácilmente, por lo que decidió volver al anochecer, acompañado de otro empleado de Mexlight y tres gendarmes de policía. Por la noche, la empleada les negó la entrada alegando que Jah se encontraba ausente. El grupo observó desde la calle cómo se apagaban las luces eléctricas y surgía el brillo titilante de las velas en las ventanas.
Así como los habitantes de la capital subvertían los límites entre lo legal y lo ilegal, los inspectores sentían profundamente los límites culturales para vigilar el consumo de electricidad. ¿Podía un inspector acceder legalmente a una vivienda privada? Cuando los inspectores llamaban a las puertas y exigían entrar, no se acercaban a estructuras homogéneas, sino a espacios cargados de significado cultural. Era importante entender qué tipo de espacio este era y quién lo ocupaba.
Los capitalinos conferían a sus espacios un grado de santidad y privacidad al que no renunciarían fácilmente o gustosamente, y una acusación de robo no era un asunto menor. Una acusación incluía inspecciones, la posibilidad de un juicio, y con frecuencia, multas y tiempo en la cárcel. Las inspecciones, sobre todo las que iban acompañadas de la participación de la policía, eran a menudo interpretadas como un insulto al honor del individuo. Las redadas convertían un comportamiento privado cuestionable en un asunto público, y aquellos que las presenciaban, generalmente vecinos y amigos, constituían un público íntimo que guardaba en su memoria colectiva el registro de la reputación y el honor de una persona. Eran personas que constituían un “público interno” y que tenían un poder único. En el México de principios del siglo XX —un mundo sin puntajes de crédito ni otros medios para establecer el riesgo—cualquier duda sobre la fiabilidad y la rectitud de una persona tenía consecuencias sociales y financieras directas.
El engranaje interno del paisaje eléctrico
Desde la cárcel de Belem, Sánchez, el dueño del molino San Antonio con el fusible perdido, rindió un testimonio que reveló más sobre el engranaje interno del paisaje eléctrico de la Ciudad de México. Hasta hace poco, afirmó este, su fábrica había disfrutado de una especie de monopolio en la zona. El aumento de la competencia, y no el robo de energía, explicaba la discrepancia entre el uso de la energía en el pasado y el actual (reducido). El establecimiento de más molinos en el barrio había perjudicado su negocio, pero él no se había quedado de brazos cruzados ante el declive financiero. Por el contrario, se acercó a Mexlight en cuanto escuchó rumores de planes para establecer molinos en el área, lo que incrementaría la competencia. Sánchez le explicó al abogado de Mexlight que si su compañía les proveería energía a esos molinos, esto sería muy perjudicial para su negocio. El abogado le aseguró que Mexlight no daría servicio a dichos molinos. Para la angustia de Sánchez, la promesa se rompió rápidamente; los cuatro molinos que posteriormente abrieron sus puertas en la zona lo hicieron con energía suministrada por Mexlight.
Es razonable pensar que Sánchez recurriera al robo para mantener su negocio a flote una vez que el acuerdo con Mexlight dejó de proteger su monopolio. Por extraño e incriminatorio que pudiera parecer, obstaculizar el acceso a la electricidad a un competidor parece haber sido una práctica comercial común en esa época. Además de relacionarse con altos funcionarios del gobierno, los compromisos especiales mantenían la vital energía eléctrica lejos de las manos de la competencia, lo que en última instancia permitió a dos o tres empresas controlar la industria molinera de la ciudad.
Los ladrones de luz no sólo incluían a individuos, como Sánchez, que acabaron en los tribunales, sino también a las personas que vendían o intercambiaban sus habilidades técnicas, conocimientos necesarios para realizar conexiones ilícitas, así como a algunos innovadores que fabricaron mecanismos para “ahorrar energía” diseñados para eludir la vigilancia de los medidores eléctricos. Los tribunales trataron de reprimir estas prácticas y proteger los intereses de las grandes compañías eléctricas, pero los capitalinos, delincuentes o no, no se conformaron en ser actores pasivos de la electrificación de la ciudad. Los expedientes judiciales permiten vislumbrar cómo la electrificación transformaba los espacios y las relaciones y cómo los individuos dirigían y moldeaban dichas transformaciones. La electricidad podía reforzar, alterar o cambiar por completo el mundo de un capitalino.
El espacio tan disputado de la modernidad
En términos de la vida cotidiana, la adopción de la electricidad a principios del siglo XX confrontó a los mexicanos con límites que a menudo estos impugnaban o, en el caso de los ladrones de luz, transgredían por completo. En muchos sentidos, estos ejemplos de modernización presagiaron la preocupación actual por las tecnologías invasivas, como el reconocimiento facial, los drones no tripulados y los vehículos autónomos. Los escenarios y experiencias allende de los guiones oficiales demuestran que la tecnología nunca ha sido una caja negra y que los consumidores rara vez son actores pasivos. A pesar de los esfuerzos de los diseñadores, los fabricantes y las empresas por predeterminar el radio de acción del usuario, la tecnología es siempre un espacio muy disputado y lleno de seres humanos. Esto se hace visible a través del tipo de tecnologías que la gente adopta (incluso cuando lo hace a través de medios cuestionables), o de cómo estas se utilizan de formas nuevas e inesperadas, o al denunciar dispositivos y sistemas que amenazan los conceptos culturales de privacidad, seguridad, justicia y equidad.
A pesar de que Mexlight condicionó (a través de sus tarifas, inversiones limitadas y calidad del servicio) el consumo de energía eléctrica, la experiencia de los usuarios y no usuarios de la electricidad nunca estuvo limitada a su interacción con Mexlight. Las personas se convirtieron en agentes electrificadores a través de sus interacciones con la tecnología en un contexto amplio de uso, tomando en cuenta y respondiendo de forma creativa a los retos y oportunidades que la electrificación presentaba.
Finalmente, estos ciudadanos provocarían el fin de Mexlight en 1960, cuando el presidente Adolfo López Mateos nacionalizó la industria eléctrica. Tras haber disfrutado de un monopolio durante más de 50 años, la empresa de propiedad extranjera se había convertido en un blanco para los consumidores, los trabajadores del sector eléctrico y, cada vez más, los funcionarios de gobierno. El férreo control de Mexlight sobre las tarifas y los salarios de los trabajadores, así como su vacilación para ampliar la capacidad de generación durante el periodo de la posguerra (precisamente cuando México se concentró en el desarrollo industrial), confirieron credibilidad a la afirmación de que la empresa era un monstruo rapaz que amenazaba el progreso nacional. La mexicanización de la industria, un objetivo ampliamente impulsado por los consumidores y los trabajadores constituyó la entrada de López Mateos al panteón de presidentes revolucionarios a los que se atribuye la defensa de los recursos naturales de la nación a nombre del pueblo.
La veneración nacional de la revocación definitiva del guión de Mexlight por parte de López Mateos sigue más viva que nunca. Recientemente durante un foro abierto sobre el futuro del sector energético mexicano, el diputado José Gerardo Fernández Noroña, conocido por su retórica apasionada, recordó a sus colegas, a los especialistas en el ramo y al público en general las palabras de López Mateos, quien pidió a las generaciones futuras a permanecer vigilantes de la red nacionalizada ya que “algunos malos mexicanos” eventualmente tratarían de privatizarla.
Fundamentando su defensa de la industria en la historia del país, Fernández Noroña hizo eco del discurso presidencialista que surgió con la nacionalización de la industria. Pero él y otros políticos mexicanos tienen mucho que ganar si miran más allá de López Mateos, hacia aquellos individuos que durante décadas debatieron, adoptaron, se apropiaron, rechazaron y moldearon las maneras en que la electricidad entró en sus vidas y espacios. Fueron esos individuos de a pie—no las élites políticas, tecnológicas y empresariales—quienes se enfrentaron a las esperanzas, los sueños, las oportunidades, las angustias y los problemas de la electrificación de México.